Fotógrafo amputado alienta a víctimas de Boston

BARCELONA, España (AP) — En aquellos horribles momentos justo después de la explosión de Boston, mientras el humo de la deflagración cubría aun a las víctimas, pude imaginar la mente de aquellas personas que quedaron mutiladas para siempre.

Están a la vez conscientes e inconscientes. Desean gritar pero no pueden hacerlo. Desean despertar de una pesadilla, pero están despiertos.

Abrumado por una sensación de algo que ya he vivido antes, siento que mi pasado converge con el futuro de esos espectadores heridos.

Perdí una pierna por la explosión de una bomba. Conozco bien que significa comenzar bien un día y terminarlo con una amputación, la nebulosa de la morfina tras la operación, los meses de la dolorosa rehabilitación.

Conozco bien el sufrimiento que le espera a esa gente de Boston, pero también conozco las posibilidades que tienen por delante.

La vida de aquellos que perdieron alguna extremidad en el Maraton de Boston el lunes 15 de Abril de 2013 cambiara inevitablemente para siempre.

La mía cambió el martes 11 de agosto del 2009. Llevaba dos semanas cubriendo la guerra incorporado con los militares estadounidenses en el sur de Afganistán como fotógrafo de la Associated Press, y ocurrió justo en mi último día de patrulla antes de regresar a casa. Había sido un día largo patrullando el desierto de la provincia de Kandahar, me sentía agotado y somnoliento cuando el vehículo en el que viajaba, un Stryker blindado de ocho ruedas, fue sacudido por la tremenda explosión de una bomba que me dejó inconsciente.

Cuando recobré el conocimiento y traté de levantarme de entre la chatarra de aquel blindado, mi pie izquierdo colgaba de unos cuantos tendones. Sentí un dolor brutal, como una descarga eléctrica que comenzaba desde mi pierna y recorría el resto de mi cuerpo. Caí de nuevo al suelo del vehículo que había quedado volcado, pensé en mi esposa y luché por mantenerme vivo.

Finalmente un soldado me ató un torniquete en el muslo para cortar la hemorragia.

En mis años como reportero gráfico, he tomado fotos de soldados heridos, de víctimas civiles en explosiones provocadas por ataques suicidas y evacuaciones médicas en pleno conflicto en lugares como Afganistán, Pakistán y en Oriente Medio, sin embargo esta vez era yo el herido rescatado de aquel infierno y trasladado junto a otros soldados junto al camarografo del APTN, Andi Jatmiko.

Me subieron a un helicóptero junto a un soldado que había perdido las dos piernas y mientras el helicóptero despegaba nos cogimos fuertemente las manos. La solidaridad de ese instante es lo último que recuerdo antes de despertarme en un hospital de campaña y descubrir que me habían amputado la pierna izquierda. No había otra opción me dijeron los médicos. El hueso y los tejidos habían quedado destrozados por la metralla aunque afortunadamente mi rodilla estaba intacta, eso marcaría una diferencia de movilidad sustancial.

Dolorido y cansado, tumbado en una cama de hospital de campaña apenas encontraba consuelo. Tenía tantas preguntas sobre cómo sería mi vida a partir de ahora que preferí dormir en vez de pensar en lo incierto de mi futuro.

La diferencia entre aquéllos que perdieron alguna extremidad en Boston y yo, es que yo conocía el riesgo que corría en una zona de guerra y lo asumí voluntariamente, mientras que aquellas personas disfrutaban de un día de fiesta animando a sus amigos y parientes en un evento deportivo familiar.

Ellos no debían estar expuestos a peligro alguno.

Como fotógrafo he intentado siempre documentar las calamidades de la vida diaria de los civiles bajo el fuego y los soldados en el frente de combate y hasta el día que resulté herido me consideraba casi inmortal. Apenas nada me había sucedido en docenas de patrullas previas incorporado con los militares en terrenos hostiles. Y aunque sabía que estaba jugando a una especie de ruleta rusa, me decía a mí mismo que todos los días hay accidentes automovilísticos y la mayoría de las personas no dejan de conducir debido a eso.

Durante meses, después de la explosión, me torturaba con preguntas para las que no tenía respuesta. ¿Qué habría pasado si en lugar de salir con la patrulla me hubiera quedado a hacer las maletas en la base? ¿Y si me hubiera sentado un poco más a la derecha? ¿A la izquierda, tal vez? Quizá la metralla no habría alcanzado mi pierna o, a lo mejor, habría perdido las dos piernas, como le pasó al marine que viajaba a mi lado.

Imagino que las víctimas de Boston, cuyos cuerpos quedaron mutilados por la metralla y los clavos, tienen pensamientos similares: ¿Por qué no paré de correr en la milla 25, fui por agua, tomé antes la salida o, simplemente, me quedé en casa? Quiero decirles que esos interrogantes se van desvaneciendo conforme se comienza a aceptar la realidad de perder una extremidad.

La morfina que me daban para aliviar el dolor de la amputación me dejaba sin fuerza. Quería que me retiraran el tratamiento lo antes posible. Dedicar toda mi energía a la recuperación y poder caminar. Soy ciudadano español, no estadounidense, y tuve suerte de que la AP obrara milagros burocráticos para ser admitido en el Centro Médico Nacional Walter Reed, uno de los mejores hospitales de rehabilitación del mundo.

En Afganistán había visitado el centro de rehabilitación de la Cruz Roja en Kabul, que estaba considerado como uno los mejores del país. El hospital era de los pocos que ofrecía prótesis a los pacientes, entre ellos niños, que habían sido víctimas de minas olvidadas en áreas rurales.

Sería un disparate comparar el Walter Reed con el centro de la Cruz Roja en Kabul. Sería como comparar el día y la noche. Sin embargo, nunca dejé de pensar en aquellos pacientes afganos y su coraje a la hora de afrontar el proceso de rehabilitación en un lugar que no resistiría un solo control sanitario en cualquier país occidental.

Entonces, me di cuenta de la suerte que tenía de estar en el Walter Reed y de cómo ese lugar de nacimiento que ninguno elegimos puede determinar el destino de las personas.

Tenía 40 años, era ágil y me encontraba en buena forma física, porque hacía ejercicio regularmente y por mi trabajo como fotógrafo en terrenos escarpados y de difícil acceso. Incluso solía correr en Kabul, la capital afgana, cuando vivía ahí. Así que un mes después de la explosión, me entregué en cuerpo y alma a la rehabilitación. Aunque las heridas seguían frescas, me coloqué la prótesis y empecé dar mis primeros pasos.

Pero en absoluto estaba preparado para las dificultades.

Me llevó un tremendo esfuerzo aprender a caminar de nuevo. La práctica era esencial, pero el ejercicio abría mis cicatrices y levantaba dolorosas ampollas en la parte en que la prótesis se unía con mi pierna debido al rozamiento.

Estaba frustrado. Me sentía inútil e invalido los días en los que no podía hacer ejercicio, a la espera de que mis ampollas reventaran y se secaran. Entonces podía colocarme la prótesis de nuevo y esforzarme al límite hasta que la piel volviera a romperse.

En las primeras semanas, sólo podía dar unos cuantos pasos. Me costaba más de una hora caminar 1.600 metros (una milla). Hacía bicicleta estática, corría en la cinta de gimnasio y levantaba pesas. Mes a mes, aumenté mi velocidad, hasta que finalmente pude caminar unos 4 kilómetros (2 millas y media) desde mi casa alquilada hasta el hospital en 25 minutos.

Si los heridos de Boston me preguntaran qué fue lo más difícil, si la recuperación física o la psicológica, les diría que van de la mano.

En un primer momento, pensé que sería suficiente recuperarse físicamente. Que volver a caminar y trabajar, produciría una lógica recuperación psicológica.

Estaba equivocado.

La fortaleza de los soldados heridos en el Walter Reed me ayudó considerablemente. Aunque muchas de su heridas eran peores que las mías, nunca les escuché quejarse de dolor o sentir lástima de sí mismos.

Sólo había perdido la parte inferior de mi pierna izquierda y llegué a comprender la importante línea que me separaba de los que perdieron la pierna completa, ambas piernas o sufrieron amputaciones de piernas y brazos. Compartíamos nuestras experiencias diarias y nuestras dificultades, a menudo con buen sentido del humor. Recuerdo una vez un soldado que había perdido ambos brazos y las dos piernas me llamó en inglés “papercut” (en español significa pequeño corte en un dedo producido por una hoja de papel) yo automáticamente le devolví la broma llamandole “tronco”, luego ambos nos reímos.

De mi amigo Carlos Lazaro, que perdió su pierna en la infancia, también aprendí la diferencia que existe entre perder una pierna y que te falte una pierna. Cuando te falta una pierna se puede reemplazar por una prótesis, pero la pérdida eso sí es irreparable. Si no se hace frente a la sensación de pérdida —al hecho de que tu mundo ha cambiado— es imposible recuperarse de la amputación.

El apoyo que recibí de mi familia y amigos fue vital. Mi relación con mi esposa después del accidente se convirtió en un amor más profundo. Pude percibir que los pacientes que no recibían muchas visitas, que no estaban rodeados de tanto afecto y consuelo, no respondían a la terapia física con tanta rapidez.

Y ahí estaba mi cámara.

La misma herramienta que me había empujado a este desbarajuste, si se puede describir así, se convirtió en inspiración y parte de mi salvación. La llevaba siempre conmigo para fotografiar la recuperación de mis compañeros de hospital y documentar la mía. Me tomó mucha práctica poder mirar a través de la lente y mantener el equilibrio mientras caminaba, tal y como hacía antes de la amputación.

Con la prótesis, es vital permanecer alerta ante cualquier obstáculo, porque no tienes sensibilidad. Si das un paso equivocado es muy fácil caerse, y me caí muchas veces antes de controlar mis equilibrios. Correr es todavía mucho más difícil. Cuando tenía 15 años, participé en una maratón. Ahora corro tres millas una vez por semana y termino cansado. Mi objetivo es volver a correr y recobrar esa sensación de vigor que solía tener.

Los recién amputados de Boston descubrirán, como hice yo, que existe todo un mundo de prótesis para elegir. ¿Quién iba a saberlo si no necesita una? Hay pies hechos para correr, caminar, escalar, montar en bicicleta, nadar e incluso jugar al golf. Pero resulta que no existe una prótesis para todos los terrenos, por lo que al final se terminan acumulando varias.

Normalmente uso una versátil y resistente, pero también cargo con un par de repuesto en mi mochila: un pie adicional por si acaso y uno especial para correr. Incluso tengo una prótesis para patinar. Después de innumerables golpes contra árboles, automóviles y el mismo asfalto, es ahora uno de mis deportes favoritos.

De la misma manera en que antes prestaba atención a mis cámaras, ahora cuido de mis prótesis, asegurándome de que siempre estén en perfecto estado.

Al igual que los amputados de Boston, hace tres años y medio me incorporé a una comunidad a la que nadie desea pertenecer. He cambiado con el paso de los años, tal como lo harán ellos.

Para mejor o peor, ahora soy más vulnerable. Si pudiera dar un consejo, diría que es posible aceptar ayuda sin sentirse dependiente. Podría decirles lo que siempre me dije: “Emilio, te falta un pie, no seas tan duro contigo mismo y cuando alguien te ofrezca un asiento en el autobús, acéptalo”.

Les diría que la mayor verdad que he aprendido es que soy un hombre con una pierna amputada, no un amputado. Sigo siendo una persona.

He vuelto a trabajar como reportero gráfico de la AP. He tratado de mejorar como persona, compartiendo mis pequeños éxitos con todas las personas que me han ayudado en mis tiempos más difíciles. Estoy agradecido de vivir en una casa bonita en Barcelona con mi esposa, que está embarazada. Y estoy deseando ser padre por primera vez.

Sé que en Boston no pueden imaginar nada de todo esto ahora, pero quiero que sepan que aunque echo de menos mi pierna, me siento muy afortunado.

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